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Cartagena Parte II


La primera vez que no pude ir a París fue una decisión. ¿Qué tiene que ver Paris con Cartagena? Nada más que el hecho que la primera vez que tenía considerado ir a París en lo que iba siendo mi vuelta a Europa en el sentido opuesto a las agujas del reloj (De España hasta Francia vía Italia, Grecia, los Balcanes y los países del norte de Europa), decidí dejarlo para más tarde porque se escapaba de mi presupuesto de ese mes y una amiga me había propuesto pasar el verano con ella en Cartagena.

Estaba cansada de viajar tan rápido, de conocer gente nueva todos los días, de visitarlo todo, caminarlo todo y no vivir lo suficiente en un lugar para ver una serie o leerme un libro tranquila sin estarle quitando tiempo a la ciudad. Estaba en mitad de la temporada alta de verano en Europa y no quería seguir compitiendo por precios en los países más caros. Y por todos esos motivos, Cartagena fue un oasis.

Ahora miro para atrás y recuerdo esas semanas que se me hicieron tan largas, pero duraron tan poco. Las caminatas por los cerros de norte en el sur -De Norte porque siempre asociaré lo desértico con el norte de Chile y de Sur, porque allá pertenece al sur de España-.

El mediterráneo y las horas pasadas al sol y bañándome, las comidas, las conversaciones, las idas al gimnasio y el cariño de la amiga más improbable que me acogió cuando más lo necesitaba. Las caminatas sin pensar en la dirección porque alguien más me llevaba, las películas y el inicio de este blog. El volver a tener tiempo sólo para ser y para disfrutar de las pequeñas cosas. Los nuevos amigos y el eterno sol.

Yo nunca he asociado los veranos con momentos especialmente felices de vacaciones familiares. Siempre se mezclaron fuertemente con espacios de tiempo para descansar en casa durante la época académica o de trabajo intenso con días largos para disfrutar. Pero ese verano en Cartagena fue todas esas cosas que los otros nunca fueron. Esa cápsula en el tiempo que se recuerda con cariño como una época especial y un poco fuera de este mundo.

Nunca había sentido tanto calor y estado tan contenta. Nunca había estado tan negra. No recuerdo muchos otros momentos de pura felicidad tranquila que se prolongaran tanto sin que la vida en cualquiera de sus menos agradables formas se presentara. La verdad es que lo disfrutaba más porque sabía lo especial que era y siempre podré volver a mis recuerdos de ese tiempo mágico donde el agua se sentía fresca y desayunaba tostadas de jamón serrano con tomate. Eso quedó para siempre en mí junto a las ruinas romanas y las puestas de sol sobre el teatro.

Es tan necesario parar. Detenerse de la vorágine - cualquiera que esta sea- y disfrutar de lo que traiga la vida sin pedirle nada a cambio. Es tan generosa. En la forma de personas que a veces te quieren más de lo que piensas que te mereces. En la forma de un sol que da calorcito y luz, pero no te quema la piel. En la forma del esfuerzo de otros que perdura por miles de años y te enseña. En la forma del azul del mar que te acoge. En la forma de hacer lo que quieres hacer y ser quien quieres ser, sin prisas, sin otros, sin expectativas. Cartagena nunca estuvo en mis planes, nunca fue un lugar donde quisiera vivir, nunca supe nada de ella. Y sin embargo me acogió y me dio paz. Se transformó en una de las ciudades más importantes de todo el viaje. Y sí, volvería escogerla sobre la posibilidad de conocer París, aún con todo lo que vino después.

Galería

Datos útiles

- No los tengo organizados porque no les preste mucha atención. Cartagena es una ciudad que vale la pena por lo ignorada. Guarda miles de años de historias del imperio Cartagines que le dio el nombre (a ella y otras muchas de América) y del imperio Romano, con muchas ruinas que vale mucho la pena ver. Hay un pase que te permite la entrada a muchos monumentos a un precio económico. Es una ciudad completamente caminable.

- Tiene también muchas playas cerca (cómo la Cortina) o a una distancia prudente en auto, como La Manga, el mar de cristal o Mazarron.

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